Por Juan María Segura - Columnista invitado.
“Tus defectos como hijo son mi fracaso como padre”, se lamenta de rodillas el emperador Marco Aurelio frente a su hijo Cómodo en uno de los momentos más intensos de la película Gladiador. Tal vez esta misma frase deberían decir muchas instituciones educativas a sus estudiantes. “Tus defectos como alumno son mi fracaso como escuela o universidad”. ¿Acaso no lo reconocen porque temen ser asfixiadas contra el pecho de aprendices rencorosos, como en la película, o simplemente porque no lo creen de tal manera?
Que las instituciones educativas están en crisis, de eso no hay duda. Los mediocres resultados agregados de aprendizajes escolares (sólo el 28% completa la escuela secundaria con dominios mínimos en matemáticas) sumados a los elevados ratios de deserción escolar (45% antes de la pandemia…) y a la velocidad de envejecimiento de lo aprendido en la universidad (carreras cuyos contenidos quedan desactualizados cada 2 años o menos) nos presentan un cuadro contundente.
Más allá del buen trabajo de un puñado de instituciones audaces y de un colectivo de docentes provocadores, lo cierto es que las casas de estudio se baten en duelo entre pasado y futuro. El pasado es la tradición; la herencia; la experiencia; los bustos de mármol o bronce; las voces de los expertos canosos que aparecen en los manuales con toda su ‘ciencia’; el legado, y la complejidad regulatoria y reglamentaria (y un día llegaron los protocolos…) que deviene en conservadurismo y corporativismo, y en burocratización de la enseñanza. El futuro, por el contrario, siempre es incertidumbre; creatividad; libertad; experimentación; emergentes de otras disciplinas; mezcla; movimiento; prueba y error; iteración y aprendizaje, sobre todo aprendizaje, nuevas alianzas y nuevos formatos. El futuro es una aventura de contornos borrosos con mucha adrenalina, mientras que el pasado es una suerte de ruta pavimentada circular, donde cada ciclo nos encuentra repitiendo sin euforia la misma secuencia.
¿Qué es lo que debería hacer una institución educativa que, proviniendo de una tradición y campo de práctica de larga data, quisiese adaptarse a los tiempos y ponerse a disposición de la época? ¿Cómo se resuelve la tensión entre continuar preservando versus volantear y adentrarse en el camino de la innovación? ¿Por dónde se empieza?
Una respuesta habitual, aunque insuficiente, consiste en aggiornar los canales de comunicación de las instituciones, y en mostrar una supuesta comodidad para manejar nuevos lenguajes, plataformas y culturas juveniles. Páginas webs más coloridas y plagadas de pop ups; perfiles activos en las redes sociales de moda, como Instagram y Tik Tok, y mensajes con humor a través de plataformas de videos, sea en Youtube o Vimeo. Es una estrategia tan clásica como fallida, que no tarda en demostrar que en el interior de esa institución educativa se sigue enseñando de la misma manera, valiéndose de los mismos instrumentos y apuntalados en docentes arraigados a ese pasado que no logran soltar. Cambiar de pintura y ajustar detalles de vestimenta no es innovar, sino montar una escenificación. No está mal, pues la escenografías y escenificaciones pueden cumplir un rol importante a la hora transmitir mensajes, pero no alcanza.
Si lo que realmente se desea es comenzar a recorrer un nuevo camino que mire más hacia el futuro que al pasado, lo que sugiero es trabajar en la elaboración de un manifiesto institucional. Si bien el manifiesto es tradicionalmente más utilizado en el mundo artístico y político, no debemos olvidar que la revolución universitaria de 1918 se apoyó en las ideas y principios escritos por Deodoro Roca en el manifiesto liminar. Y dicha revolución alteró el funcionamiento del sistema universitario de toda la región. Por lo tanto, nada nos haría suponer que las instituciones educativas actuales no puedan valerse de su propio manifiesto para revolucionar sus prácticas, soltándole un poco la mano al pasado.
Un manifiesto es una declaración pública de principios e intenciones, una suerte de ideario, pero con un lenguaje más coloquial. El manifiesto le habla a toda una comunidad, no sólo a la comunidad interna de actores, y, por ello, su texto debe ser fluido, ameno; adecuadamente estructurado; progresivamente estimulante y relativamente breve. El manifiesto liminar posee solo 2.000 palabras, que equivalen a unas siete carillas en papel.
En un manifiesto, las referencias temporales deben marcarse con claridad para hacer distinguibles el pasado del presente y del futuro. Dado que, como declaración pública, es un llamado a la acción colectiva, los adherentes deben poder identificar con nitidez las anclas que se deben soltar del pasado y, también, del presente, y las herramientas con las que se invita a la nueva travesía.
El manifiesto tiene la capacidad latente de activar una revolución dentro de la misma institución. Es por ello que su redacción debe incorporar ingredientes de gritos de guerra que ericen la piel. El llamado a romper con el pasado y con la tradición, o, al menos, a abrazar lo nuevo debe llegar cargado de épica y aventura. Si lo que se desea es invitar a toda la comunidad a presenciar y cooperar en una revolución institucional emancipatoria de las prácticas del pasado y de la propia tradición, entonces el grito de “¡a las armas!” debe quedar expresado sin pudor.
Claro que tener un manifiesto con estas características es tan importante como producirlo. Construir un manifiesto es edificar un diálogo renovado, un acuerdo de prácticas que refresca y revitaliza; es elevar la vista y tomar distancia con el fin de volver a la carga con un nuevo ímpetu. Por supuesto que ese diálogo no llega sin tensiones, conflictos y roces. Pero, como decía Steve Jobs, son los roces los que nos ponen a prueba y revelan nuestro verdadero color interior, nuestra sustancia. No hay que tener temor a los conflictos y roces que pueden aparecer durante un proceso de diálogo provocado alrededor de la redacción de un texto de esta naturaleza. Todos los manifiestos que finalmente vieron la luz superaron con éxito las tensiones y los desacuerdos.
Los manifiestos son de gran utilidad si logran hacerse cuerpo en los integrantes de sus comunidades, si sus principios rectores provocan conductas particulares. Trabajar en un proyecto identitario de tales características no sólo clarifica los argumentos por los que se debe soltar un poco la mano al pasado, sino que también ayuda a tomar perspectiva respecto de la tecnología. No son las laptops, los smartphones, las webs y el ancho de banda lo que provoca, sino la aventura humana colectiva a la que se es llamado.
El espíritu colectivo, la capacidad cooperativa y la fuerza creativa pueden distender la tensión entre el pasado y el futuro que viven las instituciones de educación, siempre que estén adecuadamente guiadas por un manifiesto estimulante que anime a batallar. Seguramente en esas instituciones renovadas nuestros hijos se sentirán mucho más a gusto estudiando, aprendiendo y elucubrando sus proyectos de vida.